A lo largo de los últimos artículos de este blog, hemos intentado reflexionar en torno al concepto de copyright:

Ahora, recapitulemos.

Hemos realizado un breve repaso de las problemática, desde el propio concepto de autor y la originalidad de las obras, pasando por la titularidad de los derechos y la manera en que ésta es transmitida, hasta el problema de las obras huérfanas y los casos de desobediencia a que están dando origen las ultimas modificaciones legislativas en materia de copyright.

La sociedad del conocimiento del siglo XXI, tecnológicamente sustentada de manera firme en los cimientos de Internet, está poblada por una nueva clase de habitantes tecnológicos ―o tecnofílicos―cuyos hábitos de consumo, intercambio, e incluso generación de información y cultura son bien diferentes a los de sus predecesores de hace tan sólo unas cuantas décadas. De un modo u otro, de manera activa o pasiva, todos nos hemos convertido en críticos del concepto del copyright al más puro estilo dadaísta. Y en el fondo, tal vez cualquier actividad de creación artística o científica sea un ejercicio de crítica a este concepto, puesto que en sí misma depende de la existencia de una obra o creación previa de la cuál partir, de una técnica previamente aprendida, o de una información anterior sobre la cuál fundamentarse. ¿Quién es el dueño de una idea?

No seré yo quien niegue la existencia del genio creativo. Nadie podría negar que Velázquez era un genio; un ser capaz de combinar como nadie el conocimiento pictórico de su época, y de construir sobre él avanzando en su propio beneficio y en el de todos. Una obra de sorprendente originalidad, como “Las Meninas” abría las puertas a un nuevo género; pero incluso este rayo de innovación pictórica lo encuentran los estudiosos a caballo entre el retrato colectivo de aparato, tan extendido en la época, y la íntima escena de conversación que comenzaba a popularizarse en el norte de Europa. El genio parece pues aquel capaz de combinar más hábilmente que otros los medios disponibles a su alcance. Aquel capaz de volver de manera más simple al origen. Aquel capaz de mirar más lejos, por estar mejor posicionado sobre los hombros de algún gigante anterior a él.

Y los genios han de ser recompensados por la sociedad. Es justo compensar su labor creativa e innovadora de la cuál todos salimos beneficiados. Del mismo modo que es justo que aquello que ellos produjeron, utilizando las herramientas que a su vez heredaron de otros, nos sea devuelto para que nosotros también podamos seguir construyendo y aprendiendo. Pero las reglas de juego actuales, heredadas de una tradición basada en el derecho de copia, nacida cuando la realización de esta copia ―inevitable para transmitir el contenido creado― era un bien escaso, complejo y caro, hace tiempo que dejaron de resultar efectivas. En esta sociedad tecnológica surcada por autopistas de información de ceros y unos eléctricos, la copia ya no tiene valor. No es algo caro. No es algo lento. No es algo fuera del alcance del creador.

Parece por tanto absurdo seguir queriendo controlar el proceso de construcción y difusión del conocimiento en base a procedimientos caducos y anticuados, basados en el establecimiento de plazos y ámbitos territoriales de aplicación de las reglas. El intermediario ha muerto, ¡larga vida al creador!

Los problemas que plantea el anticuado sistema legislativo actual son especialmente onerosos en el caso de las obras huérfanas. La imposibilidad de contactar con el titular de los derechos impide, ya no sólo la utilización de este tipo de obras para poder seguir construyendo sobre ellas, sino a menudo su propia conservación. En el caso de que estas obras sean relevantes para el interés público, su copia y utilización debería ser permitida previa orden judicial, mediante una excepción o limitación similar a la que el artículo 40 de la Ley de Propiedad Intelectual ya establece en el caso de que el autor haya fallecido. Porque, de hecho, eso es una obra huérfana; una obra cuyo padre no se encuentra ―o no puede encontrarse― entre los vivos.

A Platón se le atribuye la siguiente frase: “La buena gente no necesita leyes para actuar responsablemente, mientras que la mala gente siempre encuentra una manera de infringir la ley”. Tradicionalmente las leyes han servido para proteger a la sociedad de aquellos de sus integrantes menos bienintencionados que han querido lastimarla de alguna manera. Son por tanto un mecanismo de defensa y de control del buen funcionamiento de una sociedad, y no deben estar al servicio de intereses particulares o empresariales. Esa es la teoría. Vemos sin embargo que en materia de legislación sobre copyright y derechos de propiedad intelectual, los grandes lobbys empresariales ejercen, sin apenas rubor ni disimulo, fortísimas presiones sobre los legisladores con el objetivo de perpetuar su situación hegemónica en un negocio que ha cambiado radicalmente mientras ellos dormían. Además, las recientes modificaciones legislativas en esta materia, lejos de representar el adecuado catalizador y lubricante que de ellas se esperaba para el adecuado desarrollo científico, cultural y económico, parecen estar causando mayores fricciones en el seno de la sociedad.

Se impone por todos estos motivos la necesidad de un replanteamiento del sistema de Propiedad Intelectual en su conjunto, abordándolo desde una óptica nueva que tenga en cuenta la radical transformación de la sociedad, y con vistas a fomentar el progreso cultural, personal y económico de todos, y no de tan sólo unos pocos. Y en ello estamos.